Alan Turing tenía
42 años, una mente prodigiosa y un alma sensible como las alondras que buscan
refugio en las arboledas de Maida Vale, junto al Gran Canal de Westminster.
Antes de
suicidarse por morder una manzana envenenada con cianuro, pensaba en Blanca
Nieves y la bruja malvada. ¿Cuántos tipos de veneno pueden ser encontrados en
la naturaleza?, los más letales, los más anodinos.
Se preguntaba con
sincero afán científico qué secreto código matemático existe en las células de
todo ser vivo para seleccionar sin error la parte correcta, el órgano exacto
que habrá de constituir la forma, el color, la función y la sustancia que a
cada cuál le es inherente y lo distingue. Por ejemplo, las células que forman
los pétalos de una flor son diferentes a las destinadas a formar las hojas de
la planta. Del mismo modo que las rayas de una cebra, unas blancas y otras
negras, proceden de células distintas.
Con extremada paciencia encontró la clave
para descodificar los enigmas secretos de los nazis que dieron el triunfo a los
aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Tuvo el genio de
inventar un sistema de cómputo binario y crear así la primera computadora en
Manchester. La revolución cibernética y la era digital daban comienzo. “Algún
día en el futuro, una muchacha en un parque podrá decir: que lindo día, desde
su pequeña computadora.”
Sufrió la condena
judicial de ingerir estrógenos químicos que acabaron con sus testículos y le
hicieron crecer un busto de mujer, castración química, sólo por ser homosexual.
Me pregunto si
una disculpa del gobierno británico es suficiente para paliar su dolor, su
desencanto del mundo, de su gobierno y sus leyes, en quienes confió y a quienes
sirvió, más que ninguno.
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