En
lo alto de la colina edificaron su hacienda los Félix, herederos de una
tradición de cuáqueros y conquistadores.
De
su estirpe sólo quedaron algunos hijos bastardos regados aquí y allá entre las
jóvenes jornaleras del lugar.
La
hacienda era austera y sólida como un castillo de piedra y cal.
Desde
sus portales de tierra apisonada se divisaban los montes y barriales sembrados
de maíz y ajonjolí, los huertos a la orilla del arroyo donde la sandía y el
frijol jugaban una danza de guías verdes y corazones destrozados sobre la
arena.
Por
el corral que daba al frente, del que a diario las sirvientas tenían que limpiar
las postas que dejaban vacas y caballos, una angosta vereda conducía al caserío
de los peones que construyeron la hacienda y la mantuvieron viva por más de un
siglo.
Eduviges
Anaya, matrona de Los Llanos, se había casado con Don Ascencio Félix, el hijo
mayor y heredero de la hacienda que levantara su abuelo después de la
Independencia. Sólo tuvieron cuatro hijos y todos murieron antes de la
Revolución de 1910.
En
la tumba mayor del panteón reposan los restos de Rosenda Félix Anaya, la hija
menor que no dejó progenie y murió sin haber probado carne de varón en toda su
vida, consagrada a ordeñar las vacas, a hacer el queso y a velar por la salud y
el cuidado de sus padres.
Cuando
llegó la Revolución, la peonada muerta de hambre saqueó la casa grande y
destruyeron todo lo que había a su paso. Dicen que la pobre Rosenda perdió la
última oportunidad de su vida cuando los revolucionarios, frente a sus propios
ojos violaron a las criadas, pero a ella no la tocaron porque ya era muy vieja.
Por
el contrario, la familia de Eduviges, por parte de sus hermanos, primas y
sobrinos fue muy prolífica y hoy todavía los Anaya se cuentan por cientos.
De
la hacienda sólo quedaron ruinas. Las llamas, como el rencor del vasallaje,
arrasaron sin piedad todo lo que fuera evidencia de un pasado de oprobio y
miseria.
Al
decretarse municipio libre, el pueblo acabó con lo que quedaba. Hasta las
piedras de muros, columnas y paredes fueron desprendidas y transportadas en
carretas de mulas para construir las viviendas de los nuevos gobernantes del
pueblo. La casa de mis abuelos fue construida a imitación de la hacienda de los
Félix, pero menos grande y pretenciosa. Mis tías se enorgullecían de contar que
su portal era tan fresco como el de la casa grande, y afanosas lo regaban y
barrían diariamente para recibir a sus novios y visitas al amparo de la brisa
que llegaba del arroyo.
Se
corrió el rumor de que Don Félix había escondido su oro antes de que llegaran
los revolucionarios. La gente decía que por las noches se veían llamaradas azules
entre los escombros de la hacienda, y la fiebre por encontrar esas riquezas se
extiende hasta nuestros días.
Hoy,
entre los muros derruidos, cubiertos de matorrales y escombros, se ven
todavía profundos boquetes hechos por anónimos buscadores de entierros.
Una
maleza agreste y ceniza se expande por los calizos montículos y los
ávidos huecos donde anidan las tarántulas. Los pocos Anayas que sobreviven
todavía en esa tierra, me han pedido que cuente su historia para que no se
olvide -como si el perdón de los enemigos pudiera borrar tanta tragedia.
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