Para Don Teodoso Apodaca, el patriarca
El verano se aleja, y con él, la oportunidad de comer más tomates frescos.
Es increíble el vuelo que ha alcanzado esta fruta jugosa y seductora en la
que Neruda halló los placeres más sublimes y los europeos le han rendido
honores desde que el antiguo México les otorgara ese regalo maravilloso.
Lamento con tristeza que la biogenética haya echado a perder su aroma
alebrestado en muchas de las especies que hoy se cultivan y venden en el
mercado. Nada más decepcionante que un tomate sin olor ni sabor. Es como hacer
sexo virtual. El placer se desvía y nulifica, pierde su esencia.
A mi abuelo le encantaban los tomates rojos y gordos. Decía que su olor lo
envolvía por completo en un ensueño voluptuoso. Yo lo veía aspirar
profundamente su aroma, con los ojos cerrados, como evocando quién sabe cuántas
memorias veraniegas de su infancia.
Al llegar a casa lo primero que pedía era un vaso de agua y un tomate, “si
tienes”, decía. Mi madre le extendía el más rojo y grande de su cosecha.
El viejo se regodeaba al mirar el brillo tornasol y lo llevaba a sus labios
con dulzura regalándole sus blancos bigotes con fina caricia de mancebo
atemperado.
Aun lo veo sentado, su cuerpo vetusto y grande, su sombrero de diario,
antes un blanco Panamá, ahora manchado por el sudor, el polvo y los varejonazos
del ramal tras el ganado, la mirada hechizada atisbando hacia el arroyo.
Decidido, sacaba del bolsillo de su pantalón de lino una navaja metálica,
tan vieja como sus manos, filosa y puntiaguda como un bisturí de cirujano sin
título.
Entonces empezaba a rebanar suavemente la roja pulpa, que se entregaba sin
remedio a sus fauces, antiguas y sensuales.
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