DIA DE MUERTOS
Hay historias
que huelen a polvo,
a infancia,
como el olor de la sandía,
o los floreros cenagosos
de las tumbas.
Olores que traspasan
los sentidos y el tiempo;
llegan sacando lumbre,
potros gallardos,
listos para el juego
de argollas.
Atrás quedaron
mis recuerdos,
sepultados en el panteón
de mi pueblo
junto a la tumba
del ánima sola,
circundados por la trinchera
de piedra
levantada con ruinas
de la hacienda.
Quería que mis muertos,
mis abuelos enterrados
en el mismo ataúd,
mi sobrina de tres años,
jugaran los días de canícula
entre remolinos de polvo
y hojas secas.
Volví la mirada
Y vi que danzaban
sobre las tumbas
mi caballo de palo
y su enorme cabeza blanca,
mi pantalón de tirantes,
mis huaraches de cuero.
Afanosas
entre la leche y el humo,
tras la premura
del queso fresco
y las cubetas de agua,
mis tías derramaban
temores,
dignidad y consejos
sobre mi inocencia.
Anegados con la dicha
de medir gradualmente
la transición de la luz
al posarse en cada piedra,
en cada lápida,
en cada tronco
rugoso de mezquite,
mirándose mirar
sin ser mirados
en aquel páramo
ensombrecido de anochecer,
los ojos de mis ancestros
reflejaban
los destellos arcoíris
del mármol,
mientras el hierro
de las cruces labradas
devoraba las sombras.
Ante el vidrio de una urna
con Cristo dorado,
mi tía abuela,
transparencia
en sus dedos de agua,
trenzaba sus cabellos.
Con los últimos rayos del sol
mi abuelo volvió a ver
el brillo enrojecido
de su sangre
sobre la reja oxidada,
y se cimbró otra vez
como sintiendo el impacto
de los tiros
que le dieron muerte.
La escena de su crimen
durante aquel baile
un 24 de junio,
se dibujó en su mirada;
justo en medio
de las hieleras de cerveza
y la tambora,
borracho,
perdido de orgullo.
Su bisnieta de tres años
lo arrancó de aquella
visión funesta.
Vestida de encaje
como una bailarina,
lo tomó de la mano.
Volaron sobre las tumbas,
más diáfanos que el fresco
de la noche.
Luego se sentaron encima
de la tumba más sobria;
ella se acomodó entre las piernas
de su bisabuelo,
y así, mientras se alisaba
el vestido le pidió:
- Cuéntame un cuento
que dure hasta el alba.
Comprendí que ahí
la felicidad era sólo un recuerdo.
reviviendo historias antiguas,
paisajes inviolados,
en su no-existir sin prisa,
diseñando su ausencia.
Entonces me fui para siempre
bajo una lluvia de estrellas
que derramaba presagios
y tormentas.
Manuel Apodaca
San Luis Potosí, Verano 2007