De aquellos días cuando mirábamos el mar
frío y gris, invadido de gaviotas
y algas que se enredaban en los pies.
Los mayos recogían almejas negras
y subían a sus lanchas de motores
violando el silencio
tras una estela de espuma
dibujada en el agua.
De aquellos días
en que nuestros cuerpos
buscaban ansiosos
tesoros ocultos bajo la ropa,
y la lujuria
derrumbaba puritanismos
arraigados en la superficie
de los rezos.
De entonces,
de la punzada adolescente
por siempre insatisfecha
y montaraz
se yergue una niña pelirroja y alta
como los mangles en invierno
pidiéndome a besos
que dibuje con mis dedos
los arcos de su templo
estrellado de pecas
y pequeñas arrugas como la risa.
Yo me
quemaba en sus dientes forjados,
barrera tintineante y blanca,
y en su boca,
frambuesa húmeda,
convertida
en el ojo del huracán.
Hubiese querido quedarme allí
y ser un guijarro más
disolviéndome en la arena,
bebiendo la suavidad
de sus pechos angélicos
que superaban la estatura
de su inocencia
y mi aturdimiento.
Los pescadores vuelven
después de la jornada.
En sus chinchorros
tiemblan peces plateados
y camarones barbones.
Los cangrejos,
después de tímidas exploraciones,
huyen a sus huecos rizomáticos
bajo las dunas cubiertas
con polvo dorado y fresco
del ocaso,
donde una espiga
pelirroja y larga
se desgrana en mi memoria.
Manuel Apodaca